Wednesday, November 25, 2009

Un señor con bombín relativamente lento


Hacía tiempo que no cogía el metro. Detesto el metro. Esa sensación de llegar siempre tarde mientras sacas el billete y escuchas que llega o sale un convoy que casi siempre es el que tienes que coger. Los incansables carteles parpadeantes indicando no uno, sino ¡dos! horas de llegada. La gravedad retenida en el andén, la puerta que siempre tarda más de lo deseable en abrirse, el concepto de ascensor llevado al transporte urbano, en el que la falta de paisajes ubica las butacas unas frente a otras, obligándote a mirar al lector del diario gratuito o a la devoradora de best-sellers de turno que se sienta a disimular, y a mirar
en dirección a todos los puntos cardinales menos al que realmente quiere mirar.
Observo el gráfico sobre la puerta para contar las paradas que me restan, dónde tengo que hacer trasbordo y el tiempo que más o menos me queda. La voz fría del fantasma del vagón anuncia el siguiente apeadero.
Creo que esta parada no estaba prevista, o alguien olvidó anunciarla. Se abre la puerta y pasan unos segundos eternos, el tiempo se detiene, alguien dio al botón de pausa a la realidad.
Giro la cabeza y miro la estación. Nada se oye, nadie habla, nadie parpadea, nadie se mueve. Tan sólo un señor con bombín, relativamente lento... para los tiempos que corren.



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