Thursday, November 05, 2009

El verano sin bicicletas

Andrés tenía una BH. La bicicleta estándar. Funcionaba bien, no generaba dudas y llegaba a la media. El tamaño era perfecto para sus cortas piernas, capaces de empatar en la recta de salida del pueblo a las de su compañero de fatigas Juan, que ya manejaba, aunque con dificultad, un gran esfuerzo de rodillas y espalda, y un elevado riesgo genital, una bicicleta "de mayores". Cuando llegaban a la fuente de la ermita paraban simplemente a beber agua. En aquellos años nunca se estaba cansado. Con cierta frecuencia Andrés se veía ante la pregunta "¿para cuándo la bicicleta grande"? El mundo comenzaba a tener prisa.
La bicicleta como elemento fálico, como hoy lo son tantas cosas superfluas que cubren el lugar que debería estar reservado a la propia personalidad.
El primer paso era quitarse las dos ruedas laterales. Aquel que conseguía aprender sin utilizarlas ya tenía algunos puntos ganados. El segundo era la bicicleta grande. Orbea y BH estaban bien vistas, las GAC eran algo extraño de ver, y Torrot, la única marca capicúa recordaba a las bicicletas de nuestros abuelos de manillar curvo, rigidez de chasis y grandes ruedas. Las mejores para rodar pero estéticamente criticadas, sobre todo si no se desataba la caja de manzanas del portaequipajes.
Poco a poco las bicicletas de paseo dieron lugar a las de cross, cuyo diseño mejoraba si además de "cross" incluía en algún sitio el apelativo "turbo", que generaba ilusión de potencia hasta que perdíamos la carrera. Las Panther coincidieron con una generación artificialmente interesada por el movimiento punk. La Florida BH tuvo su verano de gloria. Y entonces llegó el muelle. Las bicicletas BMX con ese amortiguador que permitía hacer los saltos más temerarios, sobre cualquier elemento que se pudiera saltar. Era la época de los bicivoladores, y de un público tan ingenuo como para permitirse la pasión por ese tipo de héroes urbanos. Todos nos hemos raspado las rodillas alguna vez, y nos hemos jugado los dientes bajando escaleras, saltando sobre carretillas, o aprovechando cualquier talud para sentir que separábamos las ruedas del suelo. Y todos conocíamos leyendas urbanas de tal o cuál primo de un amigo que se cayó y se rompió éste o aquel hueso o diente e inició un peregrinar entre el mito y el dolor. Las California BH, de estética que recordaba a Bioman (la precuela de los Power Rangers) y con un nombre "molón" como pocos fue el objeto de deseo de todo aquel loco de las dos ruedas que quisiera dar un paso adelante. Luego aparecieron las Orbea Dakar, similares pero de diseño más agresivo, que quitaron protagonismo a las California, aunque de un modo fugaz.
Luego hubo confusión. Aparecieron las mountain bike, esas bicicletas que llevaban nuestros padres para evadirse, y tras algunos signos de interrogación sobre las cabezas comenzaron a sustituir a las bicicletas habituales. Tener una bicicleta de marchas suponía libertad y poder irte al pueblo de al lado. Desaparecer durante todo el día y volver, apareciendo triunfal por la plaza después de haber llenado la cantimplora en algún nombre de los que aparecía en los carteles de carretera. Quien más quien menos veía el Tour en los años triunfales de Indurain, y podía recitar los nombres de los ciclistas como quien dice los días de la semana, mientras empezó a importar tener cuenta kilómetros, cala pies, culotte, o un bote genuino de Gatorade. La pregunta pasó a ser "¿cuántos piñones tienes?", que precedía la sonrisa triunfal del que inevitablemente tenía uno más.
Todo cambió cuando Carles llegó con una bicicleta rosa fosforito marca Pinarello. Todos se miraron entre sí, en silencio, hasta que Carles dijo "es una marca buena, muy cara, de las que llevan los ciclistas profesionales". Alguno miró el póster de Indurain junto a Pedro Delgado, Marino Alonso y Armand De las Cuevas, pero allí ponía Otero.
Al siguiente año, alguien del pueblo de al lado apareció con una moto. Y desde entonces fue un verano sin bicicletas.

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