Saturday, July 02, 2005

Viceversa, by Benedetti

No sabía que podría pensar la Rosario actual, pero a mí me parecía que los cinco años transcurridos desde nuestro último encuentro (¿o fue desencuentro?) no habían pasado en vano. La había visto en televisión, entrevistada por una periodista un poco tonta, y la hallé más linda, más joven, más inteligente. Después tuve la osadía de enfrentarme a mi propio espejo, y aunque no voy a decir que me encontré joven y hermoso, comprobé sin embargo que mis ojos seguían vivos y transmitían un contenido bastante aceptable.
Fue después de ese doble diagnóstico que decidí volver al tema. Tanta incomunicación me pareció un desperdicio. No sé qué pensaría ella de este intento, pero tuve la esperanza de que sonreiría. Y me consta que sus sonrisas siempre fueron aceptaciones.
Para empezar de cero ¿se acordará de cuándo y cómo nos conocimos? Fue en el vapor de la carrera (todavía no habían llegado los Buquebus). Iba caminando por el pasillo, pero de pronto el barco tuvo un vaivén que le provocó un resbalón y la pobre estuvo a punto de caerse. Si no se cayó del todo fue porque yo, muy atento, la recogí en mis brazos, Quedó un poco tembleque, así que la acompañé a su asiento, y aprovechando que el contiguo estaba libre, allí me quedé para tratar de reanimarla. Y la reanimé. De a poco nos fue envolviendo un halo de mutua simpatía, así que antes de desembarcar intercambiamos los nombres de los hoteles donde nos alojaríamos en Buenos Aires. Dos días después la fui a buscar y ahí empezó la cosa. Tanto su hotel como el mío eran especialmente aptos para el amor, de modo que nos amamos con discreción, sinceridad y poco ruido.
¿Se acordará ahora tan pormenorizadamente como yo de aquella fiesta fuera de fronteras? Después, en Montevideo, no fueron necesarios los hoteles. Mi apartamentito era más adecuado y menos riesgoso. Teníamos la doble ventaja de ser solteros y relativamente jóvenes. Yo trabajaba en un estudio de abogados amigos y ella retomó su actividad como crítica literaria.
Cuatro años de convivencia sexual, profesional, ideológica y cultural nos alegraron la vida.
Así y todo, llegó un momento en que la relación empezó a languidecer. Una noche me desperté y vi que su cuerpo se estremecía. Apoyé mi mano en uno de sus hombros para atraerla y vi que lloraba. Me miró entre sus lagrimones y luego balbuceó: "Es horrible, pero ya no te quiero. Y lo peor es que quiero a otro. Vos, que me ayudaste tanto, no te merecías este abandono, pero qué le voy a hacer".
Confieso que ese final no llegó a sorprenderme. Yo ya intuía que algo estaba deteriorando nuestro vínculo. Horas más tarde, cuando el ventanal ya se había llenado con la luz un poco turbia del amanecer, ella recogió lentamente sus bártulos y se fue, luego de propinarme un abrazo agradecido y distante.
De nuevo solitario y soltero, traté de consagrarme a mi trabajo. La redacción y corrección de expedientes judiciales no es demasiado disfrutable, pero la falta de amor se me convirtió en un exceso de rigor, y en el estudio estaban más que conformes con mi faena profesional.
Sólo unos meses después me enteré de que mi sustituto en el corazón y el lecho de Rosario era un fotógrafo muy apuesto, que tenía fama de mujeriego. Por lo que supe más tarde (los chismes circulan con semáforo verde) esa unión también acabó mal. El fotógrafo consiguió un puesto en Miami, al parecer bien remunerado, y hacia allí partió, sin el menor aviso y dejando a Rosario mascullando su rencor.
Cuando la volví a encontrar habían pasado los cinco años que mencioné al principio de este relato, tan poco heroico. Me abrazó tiernamente, me agobió con pedidos de perdón, y como era de prever, empezamos ahí un segundo capítulo. Se quedó contenta con algunas modificaciones que yo había incorporado en el mobiliario de mi apartamentito de siempre.
Ahora fueron dos los años de convivencia sexual, profesional, ideológica y cultural que nos alegraron la vida. Sin embargo, llegó otra vez el momento en que la relación empezó a languidecer. Una noche ella se despertó y advirtió que mi cuerpo se estremecía. Pero yo no estaba llorando, simplemente estaba atrapado en una crisis de bostezos, suspiros y estornudos. Al fin pude mirarla con auténtica tristeza y balbuceé: "Es horrible pero ya no te quiero. Y lo peor es que quiero a otra. Sé que no te mereces este abandono, pero qué le voy a hacer".

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