Me estoy muriendo.
Mi vida se va apagando al ritmo que marca esa enfermedad incubada jugando al despiste y esperando con paciencia su momento.
No puedo contar cuál fue la primera imagen que me pasó por la mente, ni en quién pensé. Eso me pertenece a mí y sólo a mí.
Luego me senté, con una sorprendente calma, y me miré los pies. De pronto volvió a mi ese niño que parecía enmudecido por el ruido interior. Lo ví todo claro. Todo tan sencillo...
Acudí a mi futura tumba, y me herí las manos cavando la fosa donde enterré la bandera del amor, herida y con demasiados sietes. No soplan vientos que la hagan ondear. Ella define mi principio y mi final. Puse una piedra encima, como señuelo, por si decido volver.
Me puse de pie y me imaginé mi funeral. Traté de imaginar cuántas personas vendrían, cuántas me llorarían, y cuantas acudirían con corbata mirando el reloj.
A los que quise: les dediqué mis mejores latidos
A los que no pude querer: intenté no hacerles daño
A los que me han querido: hicieron mejores mis días
A los que me han odiado: me hicieron más fuerte
Quise sentir plenamente y extraer el jugo a los días.
Pero parece que sentir así es incompatible con la vida.
Después pasee, y llegué a la estación. Compré un billete para el tren del placer.
Es un tren de cercanías, de corto trayecto, pero no es tiempo precisamente lo que me sobra.
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